Comentario
En parte, el crecimiento de la producción industrial se vio favorecido por una serie de innovaciones técnicas acaecidas en este siglo. La larga época de la técnica rudimentaria, de la madera como casi único combustible, del predominio de la energía de origen humano y animal y, en menor medida, hidráulico y eólico, empezaba a cambiar con la invención de máquinas-herramienta que mecanizaban ciertas operaciones del proceso productivo y la introducción de nuevos combustibles y fuentes de energía en un proceso iniciado en Gran Bretaña y más tarde (y también más lenta e imperfectamente) extendido al Continente.
Dichas innovaciones no fueron, en líneas generales, resultado de los avances científicos, sino más bien de los tanteos empíricos, el ingenio, la experiencia de unos inventores que, por otra parte, continuaban una tradición de pequeños perfeccionamientos. Pero a la ciencia correspondería la aportación, nada desdeñable, del método y el afán experimentador y otras contribuciones, mucho más decisivas, en campos como la química o en el descubrimiento de la máquina de vapor. Y también existieron sociedades, como la Royal Society de Londres o la Literary and Philosophical Society de Manchester, que reuniendo a científicos, hombres de negocios y aficionados contribuyeron a difundir conocimientos y avances técnicos, potenciando el sincretismo entre ciencia e industria. En el Continente hubo proyectos destacados, como la Description et Perfection des Arts et Métiers, encargada a R. A. F. de Réaumur por la francesa Académie Royal des Sciences en 1711 (comenzaría a publicarse medio siglo más tarde, ya fallecido su autor), o la Encyclopédie, de Diderot. Pero las instituciones científicas continentales, y especialmente las francesas, solían ser más elitistas que las inglesas y cultivaban más bien estudios abstractos y de difícil aplicación práctica. Lo que sí tuvo una influencia decisiva en el origen de los inventos fue la propia expansión económica, el aumento de la demanda y el alza de precios de los artículos manufacturados. Muchas de las innovaciones trataban de satisfacer esa demanda en auge y su aplicación pudo generar desequilibrios cuya resolución requeriría nuevas invenciones.
Esto último se observa meridianamente en la industria textil, sobre todo en el sector algodonero (aunque es posible que algunos inventos fueran pensados para trabajar la lana, las propiedades de la fibra vegetal reorientarían su aplicación; sólo en el XIX se mecanizará masivamente la producción lanera). La primera innovación destacable es la lanzadera volante (fly shuttle), patentada por John Kay en 1733, que mediante un sistema de levas y planos inclinados permitía a un solo trabajador tejer piezas de anchura superior a la de sus brazos extendidos (hasta entonces se precisaba un ayudante para ello). Se incrementaba, pues, la productividad de los tejedores, pero su difusión por Lancashire en los años cincuenta y sesenta, generó una demanda de hilo cada vez mayor, que chocaba con la limitada capacidad de producción de las ruecas tradicionales. El problema comenzó a resolverse por James Hargreaves, que en 1765 ideó la jenny o spinning jenny -se jugaba con el doble significado de jenny: viejo sinónimo de engine (máquina) y nombre propio; la tradición quiere que fuera el nombre de la hija del inventor-, una máquina que, movida por una sola persona, permitía el hilado de varios hilos a la vez (a finales de siglo superaba ampliamente el centenar). De pequeño tamaño y precio reducido, se adecuaba bien al trabajo a domicilio, más su hilo, fino y frágil, era apto sólo para la trama (hilos que constituyen el ancho de la pieza), pero no para la urdimbre (la base del tejido, que determina su largo). En 1769, Richard Arkwright ideaba la water frame (torno de hilar de agua) que, movida por energía hidráulica (el primer modelo construido lo fue por un caballo), daba un hilo resistente, válido para la urdimbre pero no para la trama. Finalmente, la mule jenny o, simplemente, mule, de Samuel Crompton (1779), combinaba los principios de las dos máquinas anteriores y conseguía un hilo fino y resistente y apto tanto para la trama como para la urdimbre. La difusión de la mule invirtió los términos del desequilibrio original: ahora había superproducción de hilo, que incluso se llegó a exportar al extranjero. El remedio comenzó a perfilarse en 1785 con la patente, por el reverendo Edmund Cartwright, de un complejo telar mecánico, progresivamente perfeccionado y al que se le terminaría incorporando una máquina de vapor; su eficiencia, sin embargo, fue limitada y habrían de pasar no menos de treinta y cinco años antes de conseguirse un telar mecánico verdaderamente eficaz (el de Roberts) y esto sólo para los tejidos gruesos.
El aumento de la producción textil generó un nuevo desequilibrio, esta vez relacionado con las crecientes necesidades de ácido láctico (derivado de la leche), espacio físico y colorantes, respectivamente, para el lavado, blanqueo y teñido de las telas. La solución vendría esta vez de la mano de la ciencia química. El ácido láctico pudo sustituirse por el sulfúrico desde que entre 1736 (Joshua Ward) y 1746 (John Roebuck) pudo conseguirse en cantidades industriales. Y en 1785 se lograría la aplicación industrial del cloro, cuyo poder blanqueador había descubierto en 1774 el sueco Karl Wilhelm Scheele, liberando para usos agropecuarios los espacios hasta entonces destinados a extender tejidos al sol; la peligrosidad del cloro, sin embargo, no consiguió eliminarse hasta que en 1798-1799 se consiguieron los polvos de blanquear, a partir de la acción del cloro sobre la cal apagada.
El impulso en el campo de la siderurgia vendrá por la relativa escasez del combustible tradicional, la madera (y su derivado, el carbón vegetal). Su sustituto, el carbón mineral, conocido desde la Edad Media, proporcionaba un producto con altas tasas de impurezas (carbono y silicio). Culminando una serie de ensayos que tenia casi un siglo de historia, hacia 1709 Abraham Darby conseguía en Coalbrookdale, utilizando coque -carbón mineral previamente quemado-, producir a escala industrial un hierro aún de deficiente calidad, más caro que el producido por carbón vegetal (de ahí la lentitud en la difusión del sistema), pero muy útil para elaborar mediante una técnica propia piezas moldeadas de gran demanda (calderos, planchas, morteros...). El encarecimiento del carbón vegetal por la presión de la demanda desde los años cincuenta-sesenta introdujo un importante cambio, intensificándose el uso del coque e impulsando las experiencias para la resolución de los problemas planteados. Y así, se eliminaron impurezas refundiendo el hierro en unos nuevos hornos, los de reverbero. Se mejoró la inyección del aire necesario para la combustión, obteniendo un chorro continuo, potente y estable mediante el uso de energía hidráulica, que en 1776 John Wilkinson sustituiría por una máquina de vapor -nótese lo temprano de la fecha: fue su segunda aplicación industrial-. En un ambiente de experimentación en el sector, Henry Cort, entre 1781 y 1784, daba un paso decisivo al convertir arrabio en hierro dulce (sin impurezas) en un horno de reverbero mediante el pudelado, es decir, batiendo el arrabio en el horno expuesto al calor, pero evitando el contacto con la llama. La utilización, por el mismo Cort, de un juego de rodillos accionados mecánicamente para laminar el hierro candente (convertirlo en planchas) o darle forma de barras (acanalando los rodillos) completó los principales avances del sector en este siglo. Si en 1750 sólo el 5 por 100 del hierro producido en Gran Bretaña se obtenía con coque, en 1790 ya había 81 altos hornos de coque frente a sólo 25 de carbón vegetal. La generalización del uso del hierro no llegará hasta el siglo XIX (su precio era todavía elevado), pero el XVIII conoció ya algunas aplicaciones espectaculares y precursoras, como la construcción, en 1779, por el tercer Abraham Darby del primer puente de este material (sobre el río Savern), cuyos nervios principales rozaban los 20 metros de longitud y la botadura del primer barco de casco metálico (1784).
La máquina de vapor completa, junto con los avances en los sectores textil y siderúrgico que acabamos de ver, la clásica trinidad de avances técnicos del Siglo de las Luces (y, más concretamente, de la revolución industrial, a la que luego nos referiremos). Con una serie de antecedentes en diversos países hay que citar, entre otros, al incomprendido francés Denis Papin-, el inicio de la utilización del vapor de agua como fuente de energía está unido a la necesidad de achicar el agua de los pozos mineros, tarea que a principios del XVIII exigía un elevadísimo número de caballos. Thomas Savery ideó en 1698 una bomba que aprovechaba el vacío producido por la condensación del vapor de aguza al enfriarse repentinamente; Thomas Newcomen (1711) la mejoró, haciendo que el vapor actuara no directamente, sino por intermedio de un pistón o émbolo móvil. Aunque hubo posteriores perfeccionamientos de detalle, la esencia de la máquina -desde mediados de siglo utilizada esporádicamente en alguna otra industria- permaneció inmutable hasta las modificaciones de James Watt, mecánico escocés empleado en la universidad de Glasgow: la introducción de un condensador de vapor independiente (1765), que suprimía la necesidad de la presión atmosférica y, tras años de experimentaciones, el doble efecto (1780) que, mediante el sistema biela-manivela (por cierto, conocido desde muchísimo antes; Watt solía decir que se lo había sugerido el mecanismo utilizado habitualmente por los afiladores) transformaba el movimiento de vaivén en un movimiento circular. La importancia de la máquina de vapor era doble: contribuiría al desarrollo fabril, al conseguir una fuente de energía regular e independiente de las condiciones naturales, y, al mismo tiempo, su construcción exigía la creación de fábricas de nuevo cuño, como la establecida por su inventor J. Watt en asociación con Matthew Boulton, empresario, por cierto, con gran sentido de la innovación y cuyas atrevidas propuestas comerciales serían tan decisivas para la venta de máquinas de vapor como las propias ventajas que ésta proporcionaba.
Sin embargo, hay que advertir contra la impresión de una industria altamente tecnificada que puede transmitir la brillante sucesión de inventos presentada. Su difusión, incluso en Inglaterra, fue muy lenta; además, la aparición de un nuevo ingenio no implicaba automáticamente el abandono de las máquinas a las que podía sustituir; la coexistencia de técnicas era la norma y, globalmente, la producción industrial durante el Setecientos, recuerda Samuel Lilley, "se basaba principalmente en el uso de técnicas medievales y en su aprovechamiento hasta donde era posible, lo que será especialmente cierto por lo que a las fuentes de energía, se refiere: hasta después de 1800 -continúa Lilley- los nuevos proyectos de casi toda la industria adoptaron normalmente el agua, más que el vapor para accionar la maquinaria".